La Calidad un imperativo de Probidad

En estos tiempos en Chile, que escuchamos opiniones de todos los sectores, que nos hablan de corrupción, ética, probidad, todos se sienten autorizados para decir algo. Así desde la izquierda cubriendo el abanico hasta la derecha, entregan su visión de lo que ellos entienden como falta atentatoria en contra de la probidad y son capaces también de graduarla, señalando por ejemplo, que uno u otro acto es más o menos corrupto. Lo cierto es que la corrupción no admite gradaciones, el acto es o no es corrupto, no hay escalas en esto. El actuar de un funcionario público ineficaz o ineficiente, en definitiva, que su trabajo lo desempeñe sin calidad, es un claro acto de corrupción. Independiente del orgullo de las personas de hacer las cosas bien, no es solamente un deseo, es un imperativo, una exigencia del principio de juridicidad.
Hemos visto en nuestro país como altos funcionarios públicos no ejercen el control, que es inherente al cargo y prefieren, lo hemos observado en varios casos recientes, no solamente abstenerse de controlar sino que en el momento en que auditores internos o contralores indican un hecho irregular, despiden a ese funcionario, así calman su conciencia y pueden seguir administrando sin “trabas o interferencias”. Estas personas, ministros, rectores de universidades del estado, jefes de servicios, parlamentarios, no logran percibir que la labor misma del ejercicio del control se asume hoy como un elemento de la esencia de nuestro sistema democrático de derecho. Esto no es nuevo, sus raíces se remontan a Grecia antigua, convertida en una de las características de la Polis Ateniense. Aristóteles, lo describe en La Política, de la siguiente forma: “aunque no todos los oficios de que se acaba de hablar participen en el manejo de los fondos públicos, es necesario sobre ellos otro magistrado que, sin administrar él mismo, haga dar cuenta a los otros de su administración y la corrija. Unos lo llaman árbitro, otros inspector de cuentas, otros gran procurador” (Aristóteles, La Política). Esta antigua definición de control de 2.400 años, encierra 3 elementos cruciales para entender nuestra labor: Primero, esta está asociada necesariamente a la alta dirección, en segundo término, se encuentra fuera de la línea operativa de la organización y por último, debe fiscalizar los actos con impacto jurídico, financieros o de gestión que emanen de la institución, observar su calidad y solicitar su corrección o enmienda si fuere necesario. Estas tareas, definidas ya por el filósofo, ponen a los órganos de control en general en la senda, muchas veces incomprendida, de velar por la calidad de los actos de la organización, dentro de la esfera de su competencia.

La administración de lo público era considerada en la antigüedad como una ciencia práctica indispensable para alcanzar el bien común. Hablamos entonces de la administración de lo público como una ciencia política de medios, de “buen” gobierno, que en palabras de Bielsa, “tiene un sustrato ético, cultural, económico, impregnado de sentido jurídico, que impone al administrador una obligación condicionada por la Constitución, por la moral pública, cívica, y la honradez administrativa, y que no es inepta porque sea pública, sino en el caso de que quienes la dirigen no tengan idoneidad técnica o moral”. (Bielsa, 1955) En este contexto, entendemos, como lo hemos dicho, que el fin esencial que debe perseguir la estructura administrativa o en definitiva la administración, es alcanzar el bien común. La Constitución Política de la República, establece que: “ El Estado está al servicio de la persona humana y su finalidad es promover el bien común, para lo cual debe contribuir a crear las condiciones sociales que permitan a todos y a cada uno de los integrantes de la comunidad nacional su mayor realización espiritual y material posible”, (Art. 1 inciso 3 Constitución Política de la República) siendo este propósito, unido al principio de juridicidad, propio del Estado de Derecho, impone a la Administración la obligación de perseguir siempre en su obrar la consecución del interés general. Regresaremos sobre esto más adelante.
Nuestro Código Político establece que el ejercicio de las funciones públicas obliga a sus titulares a dar estricto cumplimiento al principio de probidad en todas sus actuaciones (Art. 8 de la Constitución Política de la República) y la Ley Orgánica Constitucional de Bases Generales de la Administración del Estado reitera el concepto señalando que las autoridades de la Administración del Estado, cualquiera que sea la denominación con que las designen la Constitución y las leyes, y los funcionarios de la Administración Pública, sean de planta o a contrata, deberán dar estricto cumplimiento al principio de la probidad administrativa, ahora bien, la probidad está en la ley, pero también por sobre ella, la norma positiva es apenas un mínimo ético. ¿Qué entiende esta ley por probidad administrativa?: Consiste en observar una conducta funcionaria intachable y un desempeño honesto y leal de la función o cargo, con preeminencia del interés general sobre el particular. (Art. 3 y 52 de la Ley 18.575) Esto se debe traducir en la guía para el accionar de los empleados públicos, que enfrentados a un problema de integridad, de ética, de probidad, deben hacer primar el interés general por sobre el particular de ellos. Señalamos más arriba, que la Administración tiene la obligación de perseguir siempre en su obrar la consecución del interés general, este aserto, de amplia aplicación, se manifiesta por medio de quién ejerce la función pública, por cuanto, debe mantener una conducta permanente centrada en ese fin y este no es otro que el que la misma ley define cuando señala: el interés general exige el empleo de medios idóneos de diagnóstico, decisión y control, para concretar, dentro del orden jurídico, una gestión eficiente y eficaz. Se expresa en el recto y correcto ejercicio del poder público por parte de las autoridades administrativas; en lo razonable e imparcial de sus decisiones; en la rectitud de ejecución de las normas, planes, programas y acciones; en la integridad ética y profesional de la administración de los recursos públicos que se gestionan; en la expedición en el cumplimiento de sus funciones legales, y en el acceso ciudadano a la información administrativa, en conformidad a la ley, (Art. 53 de la Ley 18.575) es así como, el concepto de probidad, adquiere una dimensión mayor que su sentido natural y obvio definido en el diccionario de la Real Academia Española, como: honradez, esto es, rectitud de ánimo, integridad en el obrar. Nuestra legislación desborda ese concepto y lo enriquece, dándole una profundidad mucho mayor. Es así, como por ejemplo, si la ejecución de las normas, planes, programas y acciones se realiza sin rectitud o existe dilación en la tramitación de una documentación, contratos, resoluciones, decretos, se infringe el principio de probidad. Si se tiene asignado un automóvil fiscal y lo utilizo para repartir fruta de mi negocio privado en horario que debería estar sirviendo a la ciudadanía, se falta gravemente a la probidad.

Por último la ley precisa que se vulnera especialmente, por lo cual no excluye otras conductas, el principio de probidad: el contravenir los deberes de eficiencia, eficacia y legalidad que rigen el desempeño de los cargos públicos (Art. 62 Nº 8 de la Ley 18.575). Antes de la dictación de la llamada ley de probidad, un funcionario público, podía actuar en forma ineficiente o ineficaz, pero con honradez, no existía conflicto en el ámbito de la ley positiva con la probidad, por cuanto ambos elementos corrían por cuerdas separadas, hoy, un funcionario del Estado debe asumir que para ser probo deberá realizar una gestión eficiente y eficaz, además de actuar con honradez, requisitos todos, por lo tanto, necesarios y copulativos para que no se vulnere el principio de probidad administrativa. Pasamos entonces desde una visión de la ética pública vinculada de manera casi exclusiva al manejo del dinero público a una concepción que vincula la administración del Estado con una actuación orientada y determinada por una finalidad específica, (Barra, 2004) que en último término es el Bien Común.
De lo anteriormente expuesto, debemos necesariamente concluir que es un imperativo del Principio de Probidad que los empleados del Estado, entendidos como los que prestan servicios en TODAS las funciones, tanto ejecutivas, legislativas, judiciales y contraloras, realicen su trabajo o función pública con calidad, si asumen este concepto, están colaborando con la modernización del Estado y adentrándose en el principio de juridicidad, que supera la mera legalidad y que pone al ser humano, en el centro de la gestión administrativa.



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