Acreditación de carreras necesarias para el aseguramiento de la calidad

En medio del debate sobre la reforma educacional,  han surgido  planteamientos  que  sugieren  la necesidad  de analizar la mantención del proceso  de acreditación   de las   carreras.  Este es menos conocido  que la  acreditación  institucional, pero eso no significa que no sea relevante para medir la calidad, es más, cada carrera que una Universidad acredita pone en tensión a toda la organización penetrando hasta el último rincón del trabajo que se realiza en un programa en especifico. En definitiva asegurando efectivamente la calidad de la formación directa al estudiante. 
En términos  concretos    nos  referimos   a la ley  20.129 en su título  III,  que señala que  esta acreditación tiene por objeto  certificar la calidad  de las carreras y los programas ofrecidos  por las instituciones autónomas de educación superior, en función  de los propósitos declarados  por la institución  que los imparte y los estándares  nacionales e internacionales  de cada  profesión  o disciplina.    
Las instituciones de educación  superior  hace tiempo que están  reguladas   por esta   normativa  y  conforme a ella  se han esforzado  en hacer  todo lo   necesario,   para  elevar  la calidad  de su quehacer  en todas las  áreas del conocimiento. Y esa es   la  verdadera función de    todo proceso de acreditación: estimular por   medio de un  efecto inducido  la  promoción  de la calidad; la  búsqueda de ese fin pasa a ser consustancial  al desarrollo de una  determinada disciplina y eso es lo que le da sustento a sus egresados. No es el  temor a una sanción, sino  un anhelo   por hacerlo mejor, por la satisfacción del trabajo  bien hecho.  
La  acreditación  tiene sentido   como  proceso de acompañamiento  hacia la excelencia y este-sin  duda alguna-   se expresa con mayor  fuerza  en la acreditación de carreras.  En la Universidad Central de Chile,  el 73 %  de las carreras que impartimos  se encuentran acreditadas, con  un promedio de 4,5 años. Y este es el resultado de un esfuerzo  sistemático y riguroso de toda la comunidad  académica.   
    A pesar  de la evidencia, han surgido  argumentos que promueven  la necesidad  de modificar la  normativa. Se aduce que el alto número de  programas, (se afirma  que serían 10.000, esta es una cifra que toma en cuanta la misma carrera que se da en forma diurna y vespertina y en varias sedes, no parece ser un buen parámetro) hace compleja la aplicación de estándares similares  a todas las  profesiones que  se imparten. Además  se señala,  que   la exigencia de acreditación  de carreras   no  se  justifica  si está garantizada la institución de educación superior que la imparte. 
  Los argumento señalados   tiene al menos  tres severas falencias: una es  que la OCDE ha establecido el criterio  de que la Acreditación  Institucional  y la acreditación  de carreras  son  actos intrínsecamente  distintos y el primero no subsume al segundo. Una excelente acreditación institucional no asegura los mismos estándares de calidad en sus carreras,  sí viceversa, sino existe una profunda inconsistencia. Por otro los jóvenes,   cuando  desean  ingresar a la educación  superior ,  toman  cada vez más  en consideración, el hecho  que una carrera  está  acreditada, y por   último la internacionalización  de la educación  superior, que  hoy  es parte del  desarrollo  profesional, demanda  ésta condición como un requisito básico.   La oportunidad, de perfeccionarse en el exterior, sólo se logra,   si  las universidades  estamos en  situación de   suscribir convenios de cooperación  académica con  Casas de Estudios  de prestigio.  Por cierto,   dichas   Universidades  exigen,  que las carreras  estén  acreditadas.        
 Por último cambiar,  las reglas  del juego,   cuando algo ha funcionado bien, implica generar  nuevos riesgos de  distorsiones  en el sistema de educación  superior  y desperdiciar una experiencia   que ha sido exitosa en la  búsqueda de la  calidad, de la cual tan poco se habla en estos días. 

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